lunes, 6 de octubre de 2014

Sueño dentro del sueño


(para una llama)

Ella esperaba que llegara ese día en el que el destino le llevara un ser de otro mundo a su habitación. Esperaba pero sin ansias, sabiendo que el futuro ya es el presente y que más allá de sus acciones y deseos, alguna especie de sobrenaturalidad extravagante estaría mirándola y decidiendo lo que serían los detalles de su paso por la existencia.
La existencia se tornó solitaria, ella comenzó a inspeccionar a ese ser de otro mundo, entendiendo que los mundos son millones y todos pueden ser posibles en cada momento. Mirando por la ventana,  el atardecer se estremecía. Los últimos rayos alumbrantes del sol dejaban su dorado en las nubes, que lentamente se iban flotando a encontrar el mar en el universo, como aquella tarde en Guacama, entre olas rosas y saltos con guitarras vibrando hasta la eternidad.




Los recuerdos iban pasando uno a uno por su mente, algunos quedaban en su corazón. Otros, simplemente se figuraban como imágenes difusas, difíciles de recordar.  De repente, como si nada, una guitarra comenzó a sonar.


Era lejana y tranquila, como venida desde los cerros colorados. Como venida directamente de un lugar sagrado, mágico y ancestral. De repente, como si nada, sintió que podía trasladarse de ese lugar, moverse, respirar el aire de la montaña y los yuyos en el atardecer del otoño, luego de la lluvia. Ella, que sufría una inmensa pena de nostalgia, se sumergió en el sonido de esa guitarra, que como un rayo de luz se inmiscuía en su cara, acariciándola y tele transportándola.


Los atardeceres se le figuraban todos iguales, pero distintos. Desde una ventana inmensa, disfrutaba de mirarlos, de ver al sol irse, entre las ramas de los árboles. Cuando esa estrella iluminadora esté en otra parte del cosmos,  su cielo ya se iría tiñendo de blanco, celeste claro, dejando despacito entrar la noche azul, repleta de brillos y sueños, enigmas. Algunas aves a lo lejos se despedirán del día que acaba de partir, para no volver nunca, o para volver siempre, día tras día. 
Los momentos son sólo momentos, que pasan. Cuánto le costaba entender esa idea, cada sentimiento de cada momento. Cada ilusión y sensación particular, que se está cayendo al vacío para no volver nunca, para retener un poco la inmediatez del tiempo, y fantasear con un futuro que no existe, que nunca existió más que en la imaginación de la mente.
Por un instante, queriendo concentrarse en algo que ya no podía ni pensar, como un rayo iluminador traspasó por su cabeza un pensamiento de amor. ¿Que sería el amor, sino un aprendizaje?
Dejando de lado toda idea de posterior efecto o anhelo, sintió a su corazón. Era suyo y era de la tierra, latiendo al mismo ritmo. Esas imágenes que cada vez más se borraban tenuemente se fundían con los recuerdos del cuerpo y del alma. Recuerdos puros, sinceros, distantes pero recientes. Ella sabía que el tiempo curaría todas las heridas, como un vidente que puede adivinar el futuro, intuía en lo más hondo de su pecho que el pasar de los soles y las lunas se llevarían consigo todas las penas de amor, todos los recuerdos acechan tes que no la dejaban seguir con el hacer cotidiano, las obligaciones del ser una mujer en un mundo rotatorio y fugaz. Esa hostilidad le corroía hasta los huesos, sobre todo cuando pensaba en el amor, y su destiempo. Lo que fluiría sería una obra del destino, como lo que ya había sucedido y tanto le había costado aprender y re-aprender continuamente. Esa tarde, ella ya no quería sentir temor, no quería sentir enojos,  ni pensamientos agrios hacia el ser que la había traicionado, se había ido sin decir adiós, ni siquiera, y había creado un mundo para su tristeza. Ella lo había querido sacar, lo quería sacar y no podía. Pensó en trasmutar, en amar. Cada momento que con él había compartido, cada minúscula sensación de un amor de otra vida, fuera de toda imaginación y fuera de toda coraza y pensamiento, ella lo había amado, y lo amaba, amaba sus ojos, por más que sabía que nunca más los volvería a mirar. Lo extrañaba, lo necesitaba, pero ya no era momento para seguir sufriendo, sonrío y en un centelleo de estrellas cerró los ojos y trato de olvidar  el envase y recordar la embriaguez pura de un corazón sincero, que se atrevió a correr el riesgo de romperse por una ilusión y que como todo riesgo, le dejó un gran aprendizaje y una gran herida.
María cerró los ojos y sintió que con los ojos cerrados se veía mejor. Pudo contemplar el universo entero, las partículas de luz, flotando, por el cosmos entero, ya no había tiempo en ese lugar, ya no existía la historia de la humanidad. Sólo el sonido de la oscuridad y la luz del espacio estelar.
Un largo rato, se detuvo a contemplar con los parpados hacia abajo, con el sentir de un ciego, profundo y misterioso.
Al abrirlos, penetró en el brillante color del atardecer pintado ante sí, el fucsia del sol, entre nubes naranjas y amarillas, detrás parecía verse un mar eterno, que lindaba con algún otro planeta, mientras miles de bandadas de pájaros se teñían de atardecer. Las olas en la orilla rompían suaves, la espuma se pintaba de rosa, y una sensación de alivio y frescura invadía su alma.
Realmente, le era indiferente ya, saber si esa imagen era un sueño, una fantasía, o una ilusión. Era lo que era, y era bello.
De repente, una sensación parecida a la serenidad, le invadía,  como si ya no importara la liviandad de la existencia. Se quedó acostada, y siguió contemplando, que era lo único que le quedaba por hacer. Contemplar cómo todo seguía rotando y girando.
En una habitación, en su habitación, ella, María, la muchacha de ojos miel, contempló lo infinito del planeta tierra, y el poder de las estrellas la elevó hasta dejarla inconsciente y lúcida al mismo tiempo, titilando en la magia de la atemporalidad, el encantamiento del sueño.



(UNAEstreLLa)

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