Intuición,
intuir, in- tueri. Esa tarde de febrero, llegue a entender el significado de la palabra
intuición. Esa tarde, escuche la voz,
los pensamientos, sentimientos, sensaciones que se entrecruzan en un instante y
nos quieren avisar, cuidar, alertar, prevenir. Es como si en un segundo
pudiéramos ver y saber todo, dar un paso
y volver atrás, como un olor que se siente a kilómetros de distancia, una alarma ruidosa imposible de no escuchar. Esa tarde escuchamos el sonido pero no volvimos
atrás, hicimos como si nada, como si nadie. Caminábamos por una calle de
tierra, íbamos a contemplar el atardecer, en el pueblo en el que crecí, frente
a las sierras que siempre amé. Él caminaba detrás, mirando su celular, haciendo
como si nada. Su mirada de reojo llegó a intimidarnos, su gesto desinteresado
con intensión perversa. Nos miramos, Mili sugirió que lo dejemos pasar, que nos
alejemos. Se me cruzó un pensamiento por la cabeza, una nota saldría en el
diario al día siguiente, diciendo que dos chicas fueron violadas y asesinadas
en el pueblo de Unquillo. Alerta,
intuición, sentido común. El sujeto sospechoso se alejó por una plaza, lo vimos
desaparecer tras los árboles mientras seguía observándonos. Algo en el aire.
Pasamos por la casa de unos conocidos del pueblo, los saludé, pero quería
esquivarlos, me tentaba la soledad del atardecer. El campo al que siempre iba a
observar el atardecer se veía sucio, lleno de basura, botellas rotas. Algo en
el aire. Nos sentamos, estábamos
tranquilas, mirando el horizonte, las formas femeninas de las montañas,
imaginábamos una mujer embarazada mirando el cielo, la gran protectora de las
sierras chicas. El humo se desvanecía en bocanadas espirales. De repente intuí
que era hora de partir. Habiendo ya olvidado al sujeto extraño, sentí ese algo,
ese miedo inculcado por una sociedad en
la que se vive con temor, “no salgas tan tarde”, “no te metas en lugares
raros”, siempre me gustó desafiarle, oponerme, creer que si hay un mundo en el
que no se vive con miedo. En el silencio del monte, pensaba para mis adentros,
reflexionando en mis inquietudes del momento, qué sería la felicidad verdadera,
le pedí al universo que me la mostrará. Fui a hacer pis tras de un árbol, y al
volver el sujeto extraño, tapada su cara con una remera, le pegaba bollos a Mili, tirada en el piso,
anonadada. En ese instante sentí que estaba en una pesadilla, el tiempo se
detuvo y vi la cara de la muerte tan cercana. Pensé en Mariume, ella a sus 95
años, debería estar preocupada por qué no regresábamos. Con todas mis fuerzas,
comencé a pegarle, él se concentró en mí. Mili pudo pararse, volver a estar en
pie. Frente a frente él y yo, sus ojos cejudos, y su murmullo animal. Mi cuerpo
flaco encontró la fuerza vital que no conocía, desde las muñecas, desde las
plantas de los pies. Él era más fuerte
que yo, sin duda. Pero mi alma quería sobrevivir, todo mi ser iba a luchar por
la vida, por la hermosa vida que me esperaba. No me iba a dejar matar. Sus
puños golpeaban fuertemente mi cara, recordé a mi papá, que siempre me decía,
“cualquier cosa busca de pegarle en las bolas”, eso intenté, pero no podía, mi
cuerpo inmóvil, plantado sobre la tierra, sólo podía resistir los golpes que
estaba recibiendo. Le dije a Mili que fuera a buscar ayuda, ella atino a ir,
pero dio media vuelta, no podía dejarme
sola con ese sujeto. Miles de sensaciones pasaron por mí ser en ese instante,
en esa lucha por la supervivencia. Entonces inmortalicé todo lo que en mi niñez
me había hecho daño, un gen antiguo recorrió
mi sangre, el impulso, el no pensar, lo esencial. Grité como nunca en mi
vida había gritado antes, grité como si me sacará un demonio de adentro, la
tierra parecía estar a punto de estallar en mil pedazos. Entonces el sujeto me
soltó, mientras tanto Mili tenía una rama en la mano y estaba por pegarle en la
cabeza. De repente los tres nos miramos y un silencio ocurrió. Se oyó un grito diciendo:
“¿Qué pasa?”, entonces entendí que tenía que seguir gritando cada vez más fuerte,
y grité, grité cada vez más y la voz que
llegaba de la casa de al lado, la casa de los chicos que había saludado, seguía
exclamando: “¿Qué pasa?”. El sujeto se asustó, sus ojos se desorbitaron, dio media vuelta y comenzó a correr. Nosotras
nos miramos, y empezamos a correr para el lado opuesto, nunca había corrido tan
rápido, comencé a rezar, a agradecer el estar viva. Entre los árboles
pude ver a lo lejos a Ezequiel y Chispa. Me decían “Nati, ¿Qué pasa?” Nos
recibieron en su casa, estaba iluminada y había fotos del bebé de Chispa y Pía.
Nos dieron agua, hielo, mi ojo derecho sangraba. Brevemente pudimos explicar lo
que había pasado, una heterogeneidad de sentimientos y sensaciones atravesaban
todo mi ser. Volvimos con ellos a buscar la campera de Mili, había quedado
tirada, “no nos quería robar”, decía ella. Estábamos agitadas, asustadas,
shockeadas. Y si, no nos quería robar, nos
quería violar, pegar, maltratar, como miles de hombres violentan a sus mujeres
a diario, sólo por ser físicamente más débiles. Mentes perversas, pensé en su
madre, en cuándo él era un niño, cuánto habría sufrido ese niño para llegar a ese grado de violencia, lo
compadecí. Llamamos a la policía, los canallas nos miraron y preguntaron, :
“Ah, y ustedes qué estaban haciendo ahí?”, como si la culpa fuera nuestra, como
si el error fuera de nosotras, como si fuéramos unas insolentes que no leen los
diarios, que no conocen el mundo de locos en el que vivimos, mundo de temores y
violencia. No, simplemente me sentí una niña que acababan de despertar en este
mundo, a fuerza de golpes y sangre. La
policía nos culpó, en el hospital, las enfermeras se sorprendieron de que dos
chicas solas estuvieran mirando el atardecer en ese lugar. En esa tierra que me
vio crecer, a pasos de la casa de amigos de la adolescencia. Sólo podía pensar
en mi tía Mariume, quería avisarle que no se preocupara que estábamos
volviendo, intuía su desasosiego. Algo
en el aire. Al salir del hospital vi a los policías en su auto, fumando un
cigarrillo en la avenida, tranquilos, como si nada, y me afligió la idea de que
otras chicas, podrían estar siendo maltratados por ese sujeto extraño en ese
momento, otras chicas que quizás no podrían gritar. Y el policía seguiría
pensando que es culpa de ellas, por inocentes, por provocadoras, por ser mujeres en este mundo. De noche regresamos
a lo de Mariume, ella miraba por la ventana, inquieta, sabiendo de el mundo en el que vivía desde
hace 95 años, y nosotras tan inocentes, con nuestros cándidos 24 y 26. Nos fuimos
a dormir rápidamente sin dar mucha explicación, inventando alguna excusa. Junto
a la almohada, las imágenes de violencia circulaban por mi cabeza y no me
dejaban dormir, empero estaba agradecida, agradecida de la chance de seguir
viviendo que nos habíamos permitido. Estaba viva. En el espejo, mi ojo golpeado
me causaba temor, me sentía herida, desfigurada, no era la misma Nati de antés.
Esa fue la noche más larga en muchas, dábamos vuelta, pensando cómo había
podido suceder eso, cómo no habíamos escuchado esa atmosfera sensitiva llamada
intuición, sin embargo habíamos salido del trance, habíamos pasado el desafío,
eso era lo importante. Y, ¿ahora? Ahora seguía renacer. Volver a empezar todo
de nuevo, intentar alertar sobre el sujeto, ir a la policía, hacer una
denuncia, transitar el después. La mañana siguiente Mariume me preguntó que
tenía en el ojo, le dije que me había clavado una rama. “Siempre tan distraída,
Nati”, contestó ella mientras reía. El mundo no fue para mí, visto con los
mismos ojos desde ese día. Algo había cambiado, algo se había fortalecido para siempre. Entonces agradecí no haber dado
un paso atrás, entonces agradecí el aprendizaje que me enseñaría qué es la
felicidad verdadera, la vida. Lamentablemente en la comisaria no pudieron
ayudarnos, la denuncia fue hecha, pero nunca se encontró el sujeto. Mientras
esperábamos a ser atendidas, una mujer me preguntó qué nos había sucedido. Me
contó que antes ella viajaba sola, a
dedo, tranquila. Ahora ya no, ahora el mundo se va reduciendo cada vez más a
una jaula en la que reina el temor. Y pensé
que somos tantas, tantas, las niñas, mujeres, ancianas, madres, hermanas, que
convivimos con la violencia, en un modo natural. A todas ellas les digo: esto
no es natural, no hay que callar, hay que gritar, gritar tan fuerte hasta que
retumbe toda la tierra y nos demos cuenta, que nuestro grito tiene el impulso
de transformar la realidad, nuestro grito tiene la fuerza del alma y es esa
fuerza la que nos protegerá. Algo en el aire me lo está diciendo.